Llueve con cierta timidez. Una garúa lenta y silenciosa cae sobre la ciudad como si quisiera pasar desapercibida. El Ávila se ha puesto una capa neblinosa y húmeda sobre sus espaldas. Acaso intenta protegerse del fuego. Quizás desea conjurar los maleficios que incendian su frágil monumentalidad y despellejan su piel arbórea. La montaña le teme -y con razón- a la candela, porque chamusca sus poros, seca sus venas, asfixia sus pulmones, destruye su belleza y la transforma en una inmensa mole cenicienta y yerma.
Un helicóptero-cisterna no basta para apagar las llamas devoradoras que asolan extensiones de su cuerpo y aniquilan la vida que late en sus entrañas. El esfuerzo de unos cuantos bomberos valientes y arrojados apenas consigue aliviar su trepidante dolor.
El centinela gigante y silencioso de Caracas es un ser indefenso ante la inconmensurable agresividad humana. La lluvia es su única aliada. Sólo el agua del cielo puede salvarlo. Pero es toda nuestra la responsabilidad de sembrar conciencia acerca de cómo cuidarlo.
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