Supuestamente, uno nace liviano de prejuicios, pero con el aparatico mental dispuesto para las percepciones sensoriales, es decir, para los primeros hallazgos de la vida. Después uno se entera, a fuerza de hambre, sueño, esfínteres y murruñacos, que en el aparatico cerebral hay un dispositivo para cada emoción. Entonces empiezan los problemas, para uno y para los demás, pues los dispositivos en cuestión sirven para todo.
En la niñez, los usamos para manipular a nuestros padres y hermanos mayores, de modo que satisfagan todos nuestros caprichos. En la adolescencia, para tratar de liberarnos de los convencionalismos sociales y hacer lo que nos da la gana. En la juventud, para enamorarnos perdidamente de la persona equivocada y luchar contra las injusticias del mundo, culpando a la generación anterior por lo que hicieron y por lo que no hicieron, con lo cual justificamos nuestros conflicto existencial. En la adultez, para asumir obligaciones imposibles de cumplir y lamentarnos de no haber nacido un siglo antes, cuando todo era más fácil y distinto. En la ancianidad, para manipular a nuestros hijos y nietos, a cuenta de todo lo que hicimos por ellos y a riesgo de que nos despachen a un geriátrico.
Durante este proceso, la cuestión política forma parte de nuestra vida tanto como la sopa, los estudios, la ropa sucia, el sueldo o el dentista; de hecho, todo depende de ella, porque siendo seres sociables, más que individuos con habilidades, necesidades, sueños y mañas diferentes, somos piezas en el descomunal aparato social. Las piezas más numerosas, variadas e importantes. Pero, no las únicas.
Hay otras piezas que si bien son menos en cantidad y en diversidad, se las arreglan para llegar a parecer más importantes y poderosas que todas aquéllas juntas. Aparecen fusionadas en un Ente que lo mismo funge de peluche amoroso, de Superman protector o de guía iluminado, que de coco nocturno, de Dr. Diablo, o de Pingüino vengador. Ese Ente con un ojo enorme que nos observa y toma nota de nuestras acciones y omisiones responde al nombre de Gobierno, y, aunque no queramos reconocerlo, es nuestro hijo. Poco importa que algunos juren no haberlo engendrado, concebido ni parido. El Ente en cuestión, así sea bastardo, es nuestro vástago, y pasa por todas las etapas del ser humano a lo largo de su existencia.
Ahora bien, según cómo utilicemos nuestros dispositivos mentales y dependiendo de dónde nos coloquemos en el aparato social, el Ente el cual delegamos la cuestión política será más o menos importante y, por tanto, más o menos poderoso que nosotros. Las piezas son las que determinan el comportamiento del Ente, las que deciden lo que el Ente puede o no puede hacer. Y por más que él intente manipular, amotinarse, imponerse, quejarse o patalear, sólo le está permitido obedecer, aceptar consejos, rectificar, asumir su responsabilidad y aspirar un final digno.
Dado que el Ente no es hijo único, otros hermanos deben relevarlo en sus funciones cada cierto tiempo. Es éste el único caso en el que la ley natural de la sociedad establece como regla una excepción: que los padres sobrevivan al hijo. El Ente debe ser sepultado -con honores o sin ellos, dependerá de lo que hizo y de cómo lo hizo- por la gran sociedad de piezas, e inmediatamente reemplazado por otro Ente. ¡Amén!
En la niñez, los usamos para manipular a nuestros padres y hermanos mayores, de modo que satisfagan todos nuestros caprichos. En la adolescencia, para tratar de liberarnos de los convencionalismos sociales y hacer lo que nos da la gana. En la juventud, para enamorarnos perdidamente de la persona equivocada y luchar contra las injusticias del mundo, culpando a la generación anterior por lo que hicieron y por lo que no hicieron, con lo cual justificamos nuestros conflicto existencial. En la adultez, para asumir obligaciones imposibles de cumplir y lamentarnos de no haber nacido un siglo antes, cuando todo era más fácil y distinto. En la ancianidad, para manipular a nuestros hijos y nietos, a cuenta de todo lo que hicimos por ellos y a riesgo de que nos despachen a un geriátrico.
Durante este proceso, la cuestión política forma parte de nuestra vida tanto como la sopa, los estudios, la ropa sucia, el sueldo o el dentista; de hecho, todo depende de ella, porque siendo seres sociables, más que individuos con habilidades, necesidades, sueños y mañas diferentes, somos piezas en el descomunal aparato social. Las piezas más numerosas, variadas e importantes. Pero, no las únicas.
Hay otras piezas que si bien son menos en cantidad y en diversidad, se las arreglan para llegar a parecer más importantes y poderosas que todas aquéllas juntas. Aparecen fusionadas en un Ente que lo mismo funge de peluche amoroso, de Superman protector o de guía iluminado, que de coco nocturno, de Dr. Diablo, o de Pingüino vengador. Ese Ente con un ojo enorme que nos observa y toma nota de nuestras acciones y omisiones responde al nombre de Gobierno, y, aunque no queramos reconocerlo, es nuestro hijo. Poco importa que algunos juren no haberlo engendrado, concebido ni parido. El Ente en cuestión, así sea bastardo, es nuestro vástago, y pasa por todas las etapas del ser humano a lo largo de su existencia.
Ahora bien, según cómo utilicemos nuestros dispositivos mentales y dependiendo de dónde nos coloquemos en el aparato social, el Ente el cual delegamos la cuestión política será más o menos importante y, por tanto, más o menos poderoso que nosotros. Las piezas son las que determinan el comportamiento del Ente, las que deciden lo que el Ente puede o no puede hacer. Y por más que él intente manipular, amotinarse, imponerse, quejarse o patalear, sólo le está permitido obedecer, aceptar consejos, rectificar, asumir su responsabilidad y aspirar un final digno.
Dado que el Ente no es hijo único, otros hermanos deben relevarlo en sus funciones cada cierto tiempo. Es éste el único caso en el que la ley natural de la sociedad establece como regla una excepción: que los padres sobrevivan al hijo. El Ente debe ser sepultado -con honores o sin ellos, dependerá de lo que hizo y de cómo lo hizo- por la gran sociedad de piezas, e inmediatamente reemplazado por otro Ente. ¡Amén!