Estar "aquí y ahora" tecleando en mi apreciada Robotina es casi un milagro. Lo digo porque podría no estar aquí ahora, sino en algún hospital, o clínica, o módulo de Barrio Adentro, o en la morgue -¡Dios me proteja!-.
Esta mañana, cerca del mediodía, circulaba en mi carro por la autopista Francisco Fajardo, a la altura del Parque del Este, en un tramo donde, generalmente, el tráfico se congestiona y apenas es posible avanzar a más de 0,5 kms. por hora. De repente apareció un motorizado zigzagueando velozmente entre mi auto y otro que se hallaba casi detenido a mi derecha. El motorizado sorteó el angosto espacio y, sin reducir la velocidad, atravesó por delante de mi carro justo cuando yo me disponía a avanzar unos metros más en la cola.
Su maniobra me tomó por sorpresa, así que le di un toque de bocina. Un gesto más bien instintivo para llamar su atención acerca de su abusivo comportamiento. Un breve y único toque de bocina que, en mi opinión, ni daña ni ofende. Pero esta mañana me vi obligada a cambiar esa opinión, porque el motorizado se dio por aludido, frenó en medio de la autopista, se volvió de medio lado desde el asiento de su moto, se abrió la chaqueta de blujean y se llevó la mano izquierda a la culata de un arma que llevaba en la pretina del pantalón.
Por un instante, la vida se congeló dentro de mi. Cuanto me rodeaba, desapareció completamente hasta el instante siguiente, cuando el motorizado torció una sonrisa burlona y aceleró de nuevo para irse.
Gracias a Dios, puedo compartir esta desagradable experiencia con ustedes. No con la intención de sumar un ejemplo más a sus muchos motivos para sentir miedo en un país atormentado por la inseguridad, sino para invitarlos a reflexionar juntos acerca de las acciones y reacciones que, en un momento dado, pueden provocar nuestra desgracia o salvarnos la vida.
Conviene que estemos conscientes de nuestra vulnerabilidad, porque es el estado actual en el que todos convivimos. La vulnerabilidad afecta a unos y a otros de distintas maneras. A los motorizados, porque se sienten rechazados; a los delincuentes, porque se sienten envalentonados; a los conductores, porque se sienten agredidos; a los pobres, porque se sienten ignorados; a los ricos, porque se sienten envidiados; a los oficialistas, porque se sienten apoyados; a los oposicionistas, porque se sienten excluidos; a los ninis, porque se sienten criticados; a los políticos, porque se sienten acorralados; a los estudiantes, porque se sienten perseguidos; en fin, a la sociedad toda, porque se siente impotente frente al peligro, a la arbitrariedad y a la impunidad.
Vivimos en un país donde la ley se aplica a discreción de la autoridad. Somos parte de un pueblo que intenta sobrevivir a la deriva de sus emociones. En estas circunstancias, la racionalidad -y no el racionamiento de lo racional- es lo que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Esta mañana, cerca del mediodía, circulaba en mi carro por la autopista Francisco Fajardo, a la altura del Parque del Este, en un tramo donde, generalmente, el tráfico se congestiona y apenas es posible avanzar a más de 0,5 kms. por hora. De repente apareció un motorizado zigzagueando velozmente entre mi auto y otro que se hallaba casi detenido a mi derecha. El motorizado sorteó el angosto espacio y, sin reducir la velocidad, atravesó por delante de mi carro justo cuando yo me disponía a avanzar unos metros más en la cola.
Su maniobra me tomó por sorpresa, así que le di un toque de bocina. Un gesto más bien instintivo para llamar su atención acerca de su abusivo comportamiento. Un breve y único toque de bocina que, en mi opinión, ni daña ni ofende. Pero esta mañana me vi obligada a cambiar esa opinión, porque el motorizado se dio por aludido, frenó en medio de la autopista, se volvió de medio lado desde el asiento de su moto, se abrió la chaqueta de blujean y se llevó la mano izquierda a la culata de un arma que llevaba en la pretina del pantalón.
Por un instante, la vida se congeló dentro de mi. Cuanto me rodeaba, desapareció completamente hasta el instante siguiente, cuando el motorizado torció una sonrisa burlona y aceleró de nuevo para irse.
Gracias a Dios, puedo compartir esta desagradable experiencia con ustedes. No con la intención de sumar un ejemplo más a sus muchos motivos para sentir miedo en un país atormentado por la inseguridad, sino para invitarlos a reflexionar juntos acerca de las acciones y reacciones que, en un momento dado, pueden provocar nuestra desgracia o salvarnos la vida.
Conviene que estemos conscientes de nuestra vulnerabilidad, porque es el estado actual en el que todos convivimos. La vulnerabilidad afecta a unos y a otros de distintas maneras. A los motorizados, porque se sienten rechazados; a los delincuentes, porque se sienten envalentonados; a los conductores, porque se sienten agredidos; a los pobres, porque se sienten ignorados; a los ricos, porque se sienten envidiados; a los oficialistas, porque se sienten apoyados; a los oposicionistas, porque se sienten excluidos; a los ninis, porque se sienten criticados; a los políticos, porque se sienten acorralados; a los estudiantes, porque se sienten perseguidos; en fin, a la sociedad toda, porque se siente impotente frente al peligro, a la arbitrariedad y a la impunidad.
Vivimos en un país donde la ley se aplica a discreción de la autoridad. Somos parte de un pueblo que intenta sobrevivir a la deriva de sus emociones. En estas circunstancias, la racionalidad -y no el racionamiento de lo racional- es lo que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
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