I Congreso Internacional “La Escuela Austriaca en el siglo XXI”
Ponencia de Liliana Fasciani M.
Si bien Hayek afirma que “mientras la Historia fluye, no es Historia para nosotros”, pienso que aunque no percibimos cuán histórico es lo que hacemos a medida que lo hacemos, con más frecuencia de lo deseable, el pasado y el presente coinciden, ya sea en la ruta del mientras tanto, en la frontera del después de, o en el ignoto paraje del ahora qué. En cada una de estas estaciones, mirando hacia atrás creemos tener algunas respuestas, y mirando hacia adelante parece que aún nos faltarán preguntas. En el fondo, intuimos que la ignorancia nos desborda. De lo contrario, no cometeríamos los mismos errores tratando de reinventar el mundo, ensayando con las mismas fórmulas, a riesgo de un nuevo y estrepitoso fracaso.
La advertencia consiste, pues, en confirmar lo que muchos ya saben, pero que muchos más ponen en duda: el espectro del socialismo se cierne sobre América Latina.
Quienes daban por hecho que nuestro continente había vencido los infortunios de la revolución, el nacionalismo, el intervencionismo y el totalitarismo, que había superado los traumas ideológicos, que había aprendido a apreciar la libertad y a desenvolverse en democracia, desafortunadamente, se equivocaron. No bastaría un congreso para analizar las múltiples respuestas que cada uno de los aquí presentes pudiesen ofrecer para explicarlo. Convendría entonces reflexionar sobre qué es lo que hace que la mayoría de los latinoamericanos tienda a rechazar con tanta contundencia el liberalismo y a adherir con tanta facilidad el socialismo, aunque del primero reciban de buena gana las ventajas, y del último teman los fuertes latigazos del despotismo.
Por lo pronto, me limitaré a enfocar el problema desde la perspectiva crítica al modelo liberal que hacen quienes pretenden justificar la expectativa del socialismo como alternativa. Intentaré demostrar que dicha alternativa, presentada como socialismo del siglo XXI, es una amenaza para la libertad, por ser incompatible con los principios mínimos de democracia y Estado de derecho. Y haré algunas referencias al experimento de esta especie en la Venezuela actual.
El fundamento teórico del socialismo del siglo XXI está plasmado en lo que Heinz Dieterich denomina “Nuevo Proyecto Histórico”, y parte de la afirmación:
“Ninguno de los tres flagelos de la humanidad —miseria, guerra y dominación— es casual o (sic) obra del azar. Todos son resultados inevitables de la institucionalidad que sostiene a la civilización del capital: la economía nacional de mercado, el Estado clasista y la democracia plutocrática-formal. Esta institucionalidad… fomenta sistemáticamente los anti-valores del egoísmo, del poder y de la explotación. Es la doble deficiencia estructural de la sociedad burguesa —ser anti-ética y disfuncional para las necesidades de las mayorías— que la hace obsoleta y la condena a ser sustituida por el Socialismo del siglo XXI y su nueva institucionalidad: la democracia participativa, la economía democráticamente planificada de equivalencias, el Estado no-clasista y, como consecuencia, el ciudadano racional-ético-estético.” (Dieterich, 2005,3)
Se acusa, pues, al liberalismo de fomentar el egoísmo a través de la libertad individual. Se asegura que su vinculación con la democracia es circunstancial, alegando que su habitat natural son las sociedades represivas. Se entiende la economía de libre mercado como un mecanismo de explotación que enriquece a unos pocos a costa del empobrecimiento de la mayoría. Se califica el esquema institucional basado en la división de los poderes públicos y en el imperio de la ley de “simples teoremas declamatorios”. Y, sobre todo, se le culpa de “la creciente miseria y del hambre en los países pobres”, debido a que en “la economía de mercado…, los productos y servicios no se intercambian a su valor, sino al precio del mercado”. (Dieterich, 2005,18)
Según esta percepción, la economía y el Estado liberales, así como la democracia representativa, son instituciones contrarias a la racionalidad, la ética y la estética humanas. Para reparar estas injusticias, especialmente en las regiones latinoamericanas donde los índices de pobreza se sitúan en niveles extremos, y donde, por alguna razón que, francamente, aún no acabo de entender, el caudillismo y el populismo ejercen una extraña y perversa atracción en las masas, surge una vez más la oferta del socialismo. Con la pretensión de distinguirlo de las experiencias fallidas, se le ha colocado la etiqueta de socialismo del siglo XXI, cuyo lema es la democracia participativa.
Pero, ¿en verdad se trata de otra versión, disociada de las anteriores? Pienso, con el economista venezolano José Guerra, que: “Para que el socialismo que se propugna sea nuevo, nuevas deben ser las ideas y nuevos los hombres que las llevan a la práctica…” (Guerra, 2005,15) Y sucede que el socialismo del siglo XXI no parece cumplir con estos requisitos, pues también se sostiene sobre el fundamento teórico y las reelaboraciones del materialismo histórico hechas por Marx y Engels, y buen número de sus propagandistas son los viejos comunistas y socialistas de siempre.
Lejos del “reformismo” que a finales del siglo XIX despejó el camino hacia lo que hoy se conoce por socialdemocracia, el “Nuevo Proyecto Histórico” se inscribe en los ideales ascéticos del socialismo duro y en la praxis revolucionaria leninista, apuntando a la instauración de un orden social distinto del existente mediante un cambio de las instituciones, y a la erradicación del egoísmo, la codicia y la explotación para formar al hombre nuevo racional, ético y estético.
De hecho, adhiere de Marx el medio para “centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado” (Marx, 1998,122); de Engels, el fin de que: “Las clases desaparecerán tan fatalmente como surgieron. [Y] La sociedad… transportará toda la máquina del Estado… al museo de antigüedades, junto al torno de hilar y junto al hacha de bronce” (Engels, 2004,214-215); de Lenin, los mecanismos para llevar a cabo la “organización centralizada de la fuerza, organización de la violencia, tanto para aplastar la resistencia de los explotadores como para dirigir la enorme masa de la población…, en la obra de «poner en marcha» la economía socialista”. (Lenin, 1997,38). Estas son, entre otras, las premisas del cambio institucional y social.
Entonces, ¿qué tiene de novedoso el socialismo del siglo XXI? En esencia, nada. Pero en el esquema de la denominada revolución bolivariana venezolana, hay dos elementos nuevos que le confieren cierta originalidad al proyecto. Uno es la inclusión del estamento militar en el área política. La incorporación de la Fuerza Armada Nacional venezolana a lo que ya es proceso, hace de éste un experimento que, a diferencia de las otras revoluciones, mantiene, por lo menos, 7 ministerios, 9 gobernaciones de estados, 4 escaños en la Asamblea Nacional, 4 instituciones de las más importantes del país y 1 representación ante la ONU a cargo de militares, activos unos y otros en condición de retiro, la mayoría de los cuales participaron junto al actual Presidente de la República en el fallido golpe de Estado el 4 de febrero de 1992.
Paralelamente a la Fuerza Armada Nacional, el gobierno está formando una reserva que se aspira alcance los 2 millones de reservistas, convenientemente armados, para la defensa, no de la soberanía nacional, sino de la revolución bolivariana.
Para superar los obstáculos y conflictos de poder entre funcionarios, militantes y hasta simpatizantes revolucionarios, todas las directrices de gobierno, propaganda y proselitismo emanan directamente del líder, Hugo Chávez.
El otro elemento lo constituye la renta petrolera. Los fabulosos ingresos que percibe el Estado venezolano por este concepto –en el año 2005 estuvieron por el orden de los $84.000 millones–, especialmente de los Estados Unidos, a la sazón, su mejor cliente y, simultáneamente, su más acérrimo enemigo, son los que financian toda la maquinaria para poner en práctica el socialismo del siglo XXI y hacer exportable la revolución bolivariana.
Ahora bien, ¿qué esperan las personas de esta “nueva” propuesta? ¿Qué creen los ciudadanos que puede beneficiarles de un modelo comprobadamente ineficiente y autoritario? Si la libertad, entendida como libertad individual, es lo que nos permite ser como somos, desarrollar nuestros atributos y perseguir nuestras metas en el marco de un Estado de derecho, ¿cómo se explica que haya individuos dispuestos a cederla con tal desprendimiento?, ¿cómo se asume la racionalidad ante la perspectiva de un procedimiento que, como Dieterich revela, “conducirá a cambios tan profundos en la manera de pensar y actuar, que después de su implantación general, será posible hablar… de un nuevo ser humano” (Dieterich, 2005,49).
Esta idea del “nuevo ser humano” o del “hombre nuevo” no es tampoco ninguna novedad. Hallamos antecedentes en el régimen nazi de Hitler en Alemania. En Camboya, donde se organizó el ejército de los jemeres rojos con adolescentes campesinos y semianalfabetos adoctrinados en el odio hacia la diversidad y entrenados para matar sin remordimientos. En China, donde se formó a niños, adolescentes y jóvenes para destruir todo vestigio de cultura, para vejar, castigar y asesinar sin contemplaciones, y se reeducó a los adultos en campos de concentración. Sucede todavía en Cuba, donde los pequeños pioneros aprenden a leer en cartillas con consignas revolucionarias, y el pueblo rinde culto al personalismo de Castro, y se enaltecen la guerra y la muerte como actos heroicos.
Sin embargo, todo apunta a que no aprendemos de la Historia. Los comunistas y socialistas irredentos no aceptan que el fracaso de la teoría marxista obedece, fundamentalmente, “a los defectos inherentes a su propia naturaleza”, tal como se deduce del análisis histórico. “El comunismo –aclara Richard Pipes– no era una buena idea que salió mal, sino una mala idea”. (Pipes, 2002,185) Pero pocos se han convencido de ello. Pocos han sido los que se han atrevido a evaluar los daños morales y materiales, y a reexaminar sus ideas.
Para justificar el descalabro, sus defensores aducen, como recientemente lo hizo el Secretario General del Partido Comunista de Venezuela en el marco del seminario internacional “Socialismo científico: aportes para su construcción”, celebrado en Caracas en julio de este año, que “no fue el socialismo lo que fracasó en el siglo XX, sino la ausencia de lo que él significa”.
El problema radica en que no es fácil encontrar una definición uniforme y coherente que explique su significado. La elasticidad del término, el revisionismo a que se le ha sometido y el abanico de variantes confirman que “… cada nación reclama su propia y única forma” de interpretar, adaptar y aplicar este movimiento. (Crick, 1994,118)
Los más ortodoxos están convencidos de que el error estuvo en no aplicar la doctrina marxista-leninista con suficiente rigor. Como si el rigor con que se impuso el comunismo en la Rusia de Stalin, en la China de Mao o en la Camboya de Pol Pot no fue de tal modo excesivo que traspasó los límites de la comprensión humana.
En otro sentido, Dieterich lo imputa a la inexistencia de “un programa concreto de una economía socialista”, debido a la falta de computadoras y de una matemática avanzada que permitiera determinar el precio de un producto y su relación con el valor. Es decir, sobre lo que Guerra considera una reconstrucción infructuosa de la teoría del valor-trabajo de Marx y el intercambio de equivalentes desarrollado por el economista alemán Arno Peters, es que se aspira a resolver dicho problema.
Dieterich lo resume así: “… el salario equivale directa y absolutamente al tiempo laborado. Los precios equivalen a los valores, y no contienen otra cosa que no sea la absoluta equivalencia del trabajo incorporado en los bienes. De esta manera se cierra el circuito de la economía en valores, que sustituye a la de precios”. (Dieterich, 2005,40)
Según esta ecuación, no hay excedente, puesto que si, como sostiene Marx, el trabajo es la sustancia del valor, y cada trabajador recibe íntegramente, en forma de salario, el trabajo incorporado en el producto, no queda nada para reponer el capital. Expresado en forma tosca, lo que resulta de esta combinación de las teorías de Marx y Peters es un reemplazo del orden espontáneo de la oferta y la demanda, y del dinero como medida de valor, por el trueque. Guerra se pregunta cómo determinar el valor de ciertos bienes en los que no se halla incorporado el trabajo humano, por ejemplo, los recursos naturales, o cuál sería el bien equivalente a un barril de petróleo.
Los venezolanos ya lo averiguamos: a cambio de unos cuantos miles de barriles de petróleo, Cuba corresponde enviando a Venezuela un contingente de médicos, entrenadores deportivos, maestros y colaboradores para dinamizar las “misiones” y otras áreas institucionales del país. Gracias a la chequera petrolera, el señor Chávez maneja y distribuye la riqueza nacional como si fuese suya, financia campañas electorales en Nicaragua, México o Perú, cultivos de coca en Bolivia, gasoductos desde el Caribe hasta la Patagonia, o compra bonos de la deuda pública argentina, entre otras ligerezas solidarias.
También estamos viendo cómo este ensayo causa la ruina de nuestra economía y progresivamente cercena las garantías constitucionales de protección a la propiedad privada y a los derechos humanos fundamentales.
En fin, la renuencia a admitir las causas del desmoronamiento del sistema socialista revela, en primer lugar, la mentalidad racionalista de sus creyentes: si la teoría no funcionó en la práctica, es porque la práctica no funcionó. Y, en segundo lugar, nos da alguna idea de cuán difusas y confusas son las corrientes que fluyen de la ideología marxista. He tomado prestada una cita del libro de Richard Pipes, Historia del comunismo, sobre la biografía de Nikita Jruschov, escrita por su hijo Serguéi:
“Ya desde mis días de estudiante –narra el hijo del líder soviético– […] había tratado sin éxito de comprender qué era exactamente el comunismo […] Había intentado que mi padre me aclarara la naturaleza del comunismo, pero tampoco obtuve una respuesta inteligible. Comprendí que él mismo no se aclaraba demasiado”. (Pipes, 2002,198)
Esta dificultad para aprehender la noción de socialismo tiene mucho qué ver con la interpretación que se hace de sus fundamentos teóricos y los fines que se persiguen con su implantación. El problema no radica únicamente en el carácter polisémico del término, sino en la complejidad de una estructura de pensamiento compuesta por muchas y variadas concepciones acerca de la sociedad, el Estado y el poder. Semejante maleabilidad no puede menos que dar lugar a incoherencias ideológicas y contradicciones ontológicas.
No obstante, en su más reciente trabajo, El socialismo del siglo XX, el economista Claudio Rama teje, a partir de un balance histórico, una definición del socialismo:
“… un sistema de poder aferrado en una ideología dogmática que actúa como un marco religioso de aglutinación social y de negación de la democracia y sus libertades”. (Rama, 2006,7)
Creo que Rama ha conseguido llegar al núcleo del concepto –más allá de la semántica– que refuerza mi afirmación de que el socialismo del siglo XXI es incompatible con los principios mínimos de democracia y Estado de derecho y que, por consiguiente, representa una amenaza para la libertad.
Dieterich prosigue su crítica, desarrollando un ejercicio comparativo entre el ser y el deber ser del funcionamiento de la democracia en los gobiernos liberales, dentro de un contexto que abarca diversos Estados y sociedades del mapa mundial. Su análisis le lleva a una primera conclusión: que la democracia formal-representativa, propia del Estado liberal, está plagada de vicios y trampas.
Define al parlamento como “el mercado donde se negocia la repartición del poder y de la riqueza social entre las fracciones de la elite”, reclama que no existe el “gobierno por discusión” y califica de “reminiscencias románticas y letra muerta” la responsabilidad de los diputados ante el pueblo, pues obedecen los lineamientos de su partido. A la duda de Bentham acerca de “¿cómo puede la división de poderes garantizar la libertad, si los tres poderes están controlados por un solo grupo social?, Dieterich responde que “no puede”, aduciendo que el principio en cuestión requiere que cada uno de estos poderes represente “a diferentes estratos y clases de la sociedad”, puesto que si todos se concentran “en la misma persona o el mismo cuerpo”, se estaría ante un “despotismo espantoso”. Tilda de “argucia” al sistema electoral y acusa a “la clase dominante” de desconocer “sus propias reglas constitucionales” y recurrir al golpe de Estado cuando “las mayorías logran elegir un gobierno verdaderamente popular y democrático”. Sostiene que la globalización limita la democracia formal y propende a la pérdida de soberanía de los Estados. Condena la praxis del “poder prerrogativo” lockeano que permite gobernar “mediante decretos ejecutivos… cuando las mayorías no aceptan las decisiones de la elite”. Y, finalmente, aboga por un “Estado ético –en el sentido hegeliano– [que sea] garante del bien público frente a los intereses particulares”. (Dieterich, 2005,22-23)
De ahí su propuesta de reemplazar a la democracia representativa por la democracia directa, a la que atribuye “la capacidad real de la mayoría ciudadana de decidir sobre los principales asuntos públicos de la nación”.
Son precisamente la división de poderes, el imperio de la ley, el sufragio universal y la garantía de los derechos y libertades los “principios mínimos de democracia” en los que se sostiene el Estado de derecho.
Ahora bien, hay diferencias sustanciales entre una y otra democracia.
En primer lugar, la democracia indirecta o representativa pasa, normalmente, por el ejercicio de la democracia electoral: los ciudadanos elegimos a aquellas personas en las que delegamos nuestra representación para que decidan sobre los asuntos públicos.
En segundo lugar, decidir y elegir son acciones distintas que, en sociedades complejas como nuestras actuales megalópolis, en las que los individuos nos difuminamos en la multitud, se ejecutan de distinta manera. Esa capacidad real de decisión sobre los asuntos públicos que se daba en la polis griega, donde la población no superaba algunos miles de habitantes, no es aplicable a las sociedades modernas que aglutinan a millones de personas.
En tercer lugar, la democracia directa funciona sin representantes, dado que cada ciudadano personalmente asume la participación activa en los asuntos de la res pública y decide sobre ellos. Esa participación es o debería de ser espontánea y voluntaria, no impuesta por otras personas. Pero lo interesante es que, como dice Sartori, “la autenticidad y eficacia de mi participar (sic) está en relación inversa al número de los participantes”, lo cual implica que, a medida que aumenta el número de participantes, “disminuye la potencia de la participación del individuo”. (Sartori, 2003,111)
Pienso que aquí está la clave del afán de los socialistas por la democracia participativa. En una comunidad de pocos ciudadanos, la democracia directa funcionaría porque existe la posibilidad de observación recíproca e interacción de los participantes. Pero en cuanto el número de personas aumenta, digamos en la proporción de las sociedades modernas, esa posibilidad desaparece. En este punto, el participante –señala Sartori– “está siempre a ras del suelo, al nivel de la base, y no llega nunca al Estado. (…), no propone nada que sustituya a lo que critica o rechaza”. (Sartori, 2002,113) En consecuencia, pierde sentido el “gobierno por discusión” a que alude Dieterich, que, en cambio, es perfectamente factible en la democracia representativa.
Sospecho que los promotores del socialismo del siglo XXI están al corriente de esto. ¿Por qué, entonces, insisten en la democracia directa? Deduzco que se debe al elemento plebiscitario contenido en ella. Es verdad que la democracia representativa incluye la participación y el referéndum, pero como elementos subordinados. En cambio, en la democracia directa, el referéndum es un instrumento supletorio del debate de opinión sobre cuestiones individuales que se plantean separadamente, a las que el ciudadano, sentado –como ilustra Sartori– “ante una pantalla en la que aparecen los issues…, responde oprimiendo la tecla del sí o del no”. (Sartori, 2003,119)
Lo que considero constituye la gran ventaja para los fines del socialismo del siglo XXI es que, mientras la democracia electoral es un proceso de suma cero –el vencedor gana todo y el vencido pierde todo–, el propio resultado activa la democracia representativa, cuyas decisiones son de suma positiva, puesto que todos ganan algo en virtud de que los representantes debaten y se hacen concesiones recíprocas. En cambio, en la democracia plebiscitaria el proceso es también de suma cero, pero no activa ningún otro mecanismo, simplemente sucede que el triunfo de una propuesta equivale a la derrota de quienes votaron en contra.
Esta praxis puede ser considerada democrática en tanto en cuanto prive el respeto y la tolerancia hacia las minorías, pero cuando el partido dominante pretende anular a la oposición, esto significa –como expresa Ferrero– “cancelar la soberanía del pueblo”.
En Venezuela, las decisiones sobre los asuntos públicos del país se toman por unanimidad de sus 165 diputados, militantes todos de partidos incondicionales al gobierno. Es así como el Tribunal Supremo de Justicia, antes constituido por 20 magistrados, a los fines de asegurar las decisiones judiciales de este órgano tan principal, la Asamblea Nacional elevó el número a 32 por exigencia expresa del Presidente Chávez, lo que fue posible gracias a la reforma de la Ley Orgánica de dicho tribunal, que ahora también prevé la aprobación por mayoría simple de ciertas leyes que antes exigían el acuerdo de la mayoría calificada.
Volviendo con Dieterich, éste, asombrosamente, termina su análisis reconociendo que: “Por lo tanto, la conclusión es lógica: los derechos democrático-formales son una condición imprescindible y necesaria, pero no suficiente, para la sociedad democrática del futuro; no deben sustituirse, sino ampliarse hacia los derechos sociales participativos”. (Dieterich, 2005,23)
Esta última conclusión parece que dejara sin piso a la teoría de la democracia directa, pero justo entonces augura “el fin de la democracia representativa… y su superación por la democracia directa o plebiscitaria”. Anuncia que “El parlamento y el sistema electoral de la partidocracia…, no tendrán lugar en la democracia futura”, como tampoco los medios de comunicación, a los que denomina “monopolios de la adoctrinación”. Prevé la desaparición de la empresa privada por incompatibilidad con la “democracia real” y, en definitiva, la extinción del Estado. (Dieterich, 2005,49)
¡He aquí lo que nos depara el socialismo del siglo XXI! Un sistema excluyente e intolerante que niega los principios de democracia y libertad. Una utopía y, como tal, un imposible. No en el plano teórico, pues ha sido ya plasmada en papel, y papel aguanta todo. Me refiero a la imposibilidad en el sentido práctico de realización de las ideas y conversión de los ideales en hechos y conductas. De manera que porque en un determinado país se esté intentado imponer el socialismo del siglo XXI, no significa que sus postulados vayan a concretarse en resultados efectivos, en una transformación definitiva de los individuos y de las instituciones. Las cualidades y los defectos, las virtudes y los pecados, son inherentes a la naturaleza humana, y no es posible en lo absoluto que logremos desprendernos de la razón, las emociones ni las sensaciones. Si algo semejante nos sucede, es porque estamos muertos. Lo lamentable es que mientras dura el proceso de implementación hasta que el andamiaje se desmorona o es derribado, muchas son las víctimas y muy costosas las pérdidas causadas por el ensayo.
Estoy convencida de que la única manera de combatir con efectividad a este espectro ideológico es a través de la educación. A la apología de la limosna, la pobreza y la uniformidad racionalista, debemos oponer los paradigmas del trabajo, el progreso y la libertad. Sobre todo, la libertad.
Rosario, 28 de septiembre de 2006
Bibliografía
DIETERICH, Heinz: El socialismo del siglo XXI. Disponible en:
www.rebelion.org/dieterich/dieterich070802.pdf
CRICK, Bernard: Socialismo, Alianza Editorial, Madrid, 1994.
ENGELS, Friedrich: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 8ª ed., Panamericana, Bogotá, 2004.
GUERRA, José: ¿Qué es el socialismo del siglo XXI?, Caracas, 2006.
MARX, Karl y ENGELS, Friedrich: El manifiesto comunista y Antología de “El Capital”, Edicomuniación, Barcelona, 1998.
LENIN, V.I.: El Estado y la revolucion, Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels, Madrid, 1997.
PIPES, Richard: Historia del comunismo, trad. Francisco Ramos, Mondadori, Barcelona, 2002.
RAMA, Claudio: El socialismo del siglo XX, CEC, Los libros de El Nacional, Caracas, 2006.
SARTORI, Giovanni: ¿Qué es la democracia?, trad. Miguel Angel González R. y Mª Cristina Pestellini Laparelli S., Taurus, Madrid, 2003.